Y ocurrió lo inesperado, lo no planificado: Recibo una llamada del padre de un compañero de colegio de mi hijo, en ella nos invitaba a irnos a bañar a una poza que ellos conocían. sin más preámbulos coloqué el móvil contra mi pecho mientras esperaba respuesta de mi hijo, que seguía enfrascado en su secuestro emocional. A regañadientes, logré subirlo en el coche y salimos en dirección al punto de encuentro, que previamente, había quedado con el padre de aquel inesperado compañero de clase. Llegados al lugar pactado, nos bajamos del vehículo, saludé con cierta cordialidad, no así mi hijo cuyo sucedáneo de saludo se limitó a un ligero mohín al tiempo que arqueaba ligeramente una ceja. Emprendimos el camino hacía la poza. Yo intentaba mantener el tipo mostrando cierta amabilidad con mis interlocutores, pero, al mismo tiempo, no podía evitar mirar de soslayo a mi hijo con el objetivo de comprobar, si por alguna causa, de su naturaleza, o más bien, de la capacidad de gestión de sus emociones, conseguía liberarse de aquel secuestro emocional que le impedía el disfrute de su presente. Finalmente, y después de varios minutos de inquieto caminar, llegamos a la enigmática poza. Ésta estaba formada por una especie de piscina natural, que era alimentada por varios canutillos de agua del propio río, y que, entre otras bellezas, contaba con peces en su interior. No sé cómo, por qué, o qué magia se congregó en su interior, que aquel mal rollo, aquella oscuridad emocional, se tornaron en claridad diáfana, en alegría que empezó a alimentar su interior y que exteriorizaba con: Risas, comentarios de pequeños proyectos de querer ir aquí o allí del paraje en el que nos encontrábamos. Por fin le volví a ver feliz, y a decir verdad sentí el alivio de que él pudiese soltar la pesada mochila de su sufrimiento, que, en parte, había hecho mía. Acabó siendo una tarde-noche fantástica. Al finalizar la jornada regresamos al vehículo para retornar a nuestro domicilio. En el transcurso del viaje le pregunté a mi hijo: -¿Cómo te lo has pasado? él, con una sonrisa de oreja a oreja me dijo: -¡Genial, papá! -¿Podemos volver a este sitio otro día? - Por supuesto, respondí con satisfacción, -¡Qué bien que los planes que teníamos esta mañana se torcieron, sino, no habríamos conocido este lugar, ni lo habríamos pasado tan bien!, añadí.
Hoy día utilizo este episodio con mi hijo para recordarle que hay una emoción que se llama frustración, y que debemos tener la capacidad de poder transformarla en emociones más placenteras, como la alegría, o , de lo contrario nos puede llevar al sufrimiento de un secuestro emocional como el que él sufrió aquel día.
Finalmente Nos recordamos que la espontaneidad no es apropiada , o el camino equivocado, más bien, en muchas ocasiones, es el camino hacia la felicidad.
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